LAS DE BLANCO AL ALTAR Y LAS DE ROJO AL INFIERNO

NOSOTRAS

Nuestro mundo está plagado de signos naturales y artificiales, y por consiguiente, de códigos y sus múltiples significados. Todos estos elementos que conforman la llamada semiósfera, son arbitrarios y cambiantes, producto, sin lugar a dudas, de una convención social.

Culturalmente hablando, desde las palabras, los gestos, las miradas y la voz, así como el vestuario, los accesorios, las conductas y otras formas de convivencia humana, tienen significados que varían de un grupo social a otro, ya no digamos de una latitud a otra.

Es así como los colores también tienen un significado específico que implica todo un discurso, tanto desde la óptica del emisor como del interpretante. Es decir, tanto desde el punto de vista de quienes los utilizan como de aquellos que observan y hacen la decodificación respectiva, de acuerdo a los códigos que se manejan dentro de determinado contexto. Por ejemplo, el verde puede significar esperanza, el azul, paz y tranquilidad, el amarillo amistad, el rojo amor, pasión y el blanco pureza.

Como resultado de la cultura machista tan arraigada en la sociedad guatemalteca, está establecido socialmente que las mujeres cuando contraen matrimonio, sólo pueden vestirse de blanco si son vírgenes. Y en tiempos de mi abuela, las mujeres no podían vestirse de rojo y mucho menos pintarse las uñas ni la boca de semejante color, porque de inmediato se les señalaba de mujeres públicas, livianas, de mala reputación o lo que es lo mismo, de prostitutas.

Lo interesante es que este código se aplica con exclusividad a las mujeres, ya que los hombres no tienen asignado ningún color que nos indique cuan castos son o si gozan de buena o mala reputación. Ellos pueden haber experimentado sexualmente antes del matrimonio, durante y después, incluso con terceras personas y llevar una vida disipada, sin que se expongan a la estigmatización mediante el color del traje que vistan el día de su boda, en primeras o segundas nupcias. Y sobre todo en la actualidad, pueden vestir camisas y corbatas desde el color anaranjado hasta el rojo, sin que ello tenga connotaciones pecaminosas.

Lamentablemente, en el caso de las mujeres, las de blanco pueden ir al altar, pero las de rojo irían de cabeza al infierno, si persistiera la época de mi abuela, pero como los tiempos evolucionan y con ellos la gente y sus códigos, no importa ya si las mujeres se casan en segundas nupcias o si han experimentado sexualmente antes del matrimonio o si son tan castas como cuando vinieron al mundo, ahora pueden escoger el color del vestido que quieran para casarse, desde el blanco hasta el rojo, o matizar con cualquier otro color el blanco, si eso les place.

No es el traje que nos ponemos ni el maquillaje que usamos, lo que nos hace ser lo que en realidad somos y valer lo que valemos. Lo importante es que como mujeres seamos auténticas, sin dejarnos llevar por el qué dirán. Si nos gusta el color blanco, usémoslo el día de nuestra boda o en la vida cotidiana, pero si ese no es nuestro color favorito y el que nos gusta es el rojo, naranja, negro o cualquiera otro, usémoslo también, sin importar los convencionalismos sociales, ya que visto está que el hábito no hace al monje.

Nunca olvidaré el sepelio de la “niña Lolita”, quien murió a los 60 años de edad. Su último deseo fue que su caja mortuoria fuera de cualquier color, menos blanca. Sólo mi abuela sabía el por qué de tan extraño deseo, tomando en consideración que la “niña Lolita” nunca se casó. La difunta le dijo al oído a mi abuela: “no me entierren en caja blanca porque es cierto que nunca me casé, pero con las ganas no me quedé”. Sin embargo la enterraron en una caja blanca, porque la familia no quiso el descrédito para ella, me explicó mi abuela. Lo que nos confirma que el hábito no hace al monje.

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Periodico Tiempo Diseño Web por: Nelson Dieguez Epesista Licenciatura en Ciencias de la Comunicacion